Artículo de D. César Cervera aparecido originalmente en ABC el 15 de mayo de 2024.
Antes de que hombres desarrapados cabalgaran salvajemente las grandes llanuras, como John Wayne en ‘Centauros del desierto’. O de que el Séptimo de Caballería llegara con macabra puntería a su derrota. E incluso antes de que los hechos se convirtieran en leyenda, ya había en EE.UU. vaqueros, jinetes de ala ancha y luchas al sol en la frontera. Los pioneros españoles se propusieron, y en gran parte consiguieron, domar lo indomable, pero su memoria acabó más agujereada que el sombrero de Liberty Valance.
Si no hay duda de que los wéstern conforman el relato más épico de la nación estadounidense, tampoco la hay de la enorme influencia española sobre el Lejano Oeste. «Tenemos los caballos, el ganado, los colonos, las armas de fuego, las luchas contra los indios… ¿No son los ingredientes de una película del oeste?», recuerda Francisco Moreno, miembro de la Asociación Héroes de Cavite y autor del monográfico Las raíces hispanas de los Estados Unidos, sobre el mundo creado por los españoles del siglo XVII y XVIII en lo que hoy es el sur y oeste del país de las barras y las estrellas. Su publicación coincide con varias novedades editoriales y asociaciones que en los dos lados del charco reivindican el olvidado Far West español del que luego surgió todo.
Una historia con acento español que inevitablemente ha chocado con la identidad anglosajona y protestante que construyó los mitos fundacionales del país usando una única paleta de colores. «Un gran porcentaje de los americanos no son conscientes de esta deuda porque no conocen esta historia. Su ocultación deliberada a lo largo de siglos, los conflictos relacionados con la inmigración hispana y los extendidos prejuicios negrolegendarios no ayudan», defiende Moreno. Solo en los últimos años la sociedad estadounidense ha empezado a asumir la realidad que suponen los 60 millones de hispanos que viven allí y el legado español sobre el que se asienta todo el continente. «La mayoría de los norteamericanos, los dichos WASPs (White Anglo-Saxon Protestant) entre ellos, reconocen ya que el país tiene raíces diferentes de las que están planteadas desde Nueva Inglaterra, sea en Florida, con San Agustín, o en el Far West», afirma el hispanista Richard Kagan.
Contra lo ignorado
Este profesor emérito de Historia de la Universidad John Hopkins ve difícil que los norteamericanos sigan ignorando lo que Far West le debe a los españoles, sobre todo si se tiene en cuenta el largo reguero de nombres de origen castellano que reciben hoy ríos, poblaciones, antiguas misiones y hasta el sistema de riego local. Ciudades archiconocidas por las películas del oeste como San Antonio (Texas), Santa Fe (Nuevo México) o Tucson (Arizona) fueron fundadas por españoles. Eso sin entrar en todas las localidades californianas que fueron españolas y luego mexicanas hasta, como quien dice, anteayer. «El problema en muchos casos es distinguir entre la herencia española, stricto sensu, y la mexicana representada por ejemplo por los dichos californianos», apunta. Tanto monta, monta tanto…
El imperio que se pretende que nunca estuvo allí, en realidad lo estuvo durante más de tres siglos. En el momento de mayor expansión de la Monarquía española, tres cuartas partes de Norteamérica estuvieron bajo su control y todos sus extremos fueron cosidos por los exploradores españoles de una forma u otra. La cultura del cowboy supone una herencia directa de los hispanos en tanto el caballo fue introducido por estos. Los caballos abandonados por los europeos en las praderas del Camino Real dieron lugar a la denominada raza mesteña, conocida en Estados Unidos como la raza «mustangs», de pequeña alzada y apariencia robusta, y prendió la época de las Grandes Llanuras como lugares dados a la épica, los tiroteos y la lucha entre vaqueros. A través del robo y del trueque, la cultura equina se extendió con rapidez entre todas las tribus indígenas.
La nueva tradición en torno a las misiones, las minas, los ranchos y las haciendas vino acompañada de toda una serie de señas de identidad procedentes del valle del Guadalquivir, entre ellas el sombrero de ala ancha, las espuelas, las sillas de montar, los rodeos o el manejo del ganado, que se usaban allí desde hace siglos. «Cuando llegan los españoles a Nuevo México, Texas y California, en las misiones, en los ranchos y en las heredades hispanas llevaron una cantidad enorme de ganado y comenzaron a verse las mismas prácticas que en el Valle del Guadalquivir o en los campos charros de Salamanca. Aquellos ordenados y tenaces ganaderos son los que marcaron cómo sería luego ese mundo del caballo y del rodeo propio de los Estados Unidos, que es una creación netamente hispana», explica el novelista Jesús Maeso, al que este material tan poderoso de la historia le ha inspirado para hacer novelas como La rosa de California (Harper Collins). Gran exponente de esta cultura y de esta estética fueron los dragones o soldados de cuera (el nombre viene de los chalecos largos hechos de varias capas de piel curtida que llevaban a modo de armadura para protegerse de las flechas), un cuerpo fronterizo de un millar de hombres repartidos en 18 presidios y encargados de vigilar miles de kilómetros de tierra salvaje.
«Los soldados de cuera son sin duda el antecedente del 7º de caballería. Hasta el uniforme de ambos era azul. Los presidiales, o los cuera, como se les llamaba, patrullaban, escoltaban, vigilaban, perseguían a los merodeadores indios, participaban en campañas. A diferencia de la caballería de las películas, eran una caballería pesada, equipada para combatir también a pie y, además de otras armas blancas y de fuego, utilizaban lanza y adarga», señala Moreno, quien aclara que lo que «no hicieron fue masacrar a las tribus indias porque la Monarquía Hispánica no estuvo interesada en exterminar sino en civilizar. Como tal se entendía sedentarizar a los indígenas, acabando con la violenta e insegura vida seminómada, convertirlos al cristianismo e integrarlos en la sociedad española».
Otras fronteras
Los españoles llamaron Comanchería a la inmensa tierra salvaje que se extendía justo al frente de su red de presidios, una enorme región baldía que ocupaba el actual estado de Oklahoma, el este de Nuevo México, el sudeste de Colorado y Kansas y el este de Texas y donde pueblos depredadores como los apaches y los comanches hacían de las suyas. Estas naciones alternaban la violencia con periodos de paz e incluso de colaboración con los españoles. En las comarcas de los presidios de El Paso, Janes (Chihuahua), Fronteras (Sonora) y Tucson (Arizona) se instalaron nutridos campamentos de apaches, «las rancherías», que recibían periódicamente raciones y suministros y la supervisión de los españoles, siempre vigilantes para animarles a que no dejasen de cuidar sus ganados y sus cultivos. Muchos fueron bautizados, como en el caso del emblemático líder apache Gerónimo, y se les enseñó a leer y a escribir en castellano para acelerar el mestizaje.
Sin embargo, a diferencia de otras naciones indias que se integraron en la Monarquía española, la forma de vivir de estas tribus impidió siempre salir del terreno imaginado en los wésterns de los indios contra los vaqueros. La gran mayoría de los apaches nunca quiso renunciar a su vida errante. «Los españoles negociaban con ellos por las leyes y órdenes reales que desde el tiempo de Isabel de Castilla establecían no maltratar a los indios, y sobre todo por la diferencia numérica. Cuando sales a campo a combatir y en tus filas hay apenas una docena de hombres enfrentándose a dos mil apaches, o negocias o estás muerto. Pero, la convivencia fue nula. Eran un tremendo problema y la única forma de solucionarlo era aniquilando y repartiendo los restos entre las poblaciones ya establecidas del sur para su cristianización», señala Jorge Luis García Ruiz, historiador asentado en San Antonio y autor del libro Presidio (2023), quien remarca que la política de exterminio que no pudieron aplicar los españoles por cuestiones legales sí la llevaron a su máximo exponente los mexicanos y estadounidenses «sin el corsé legislativo».
Este profesor de la Texas Lutheran University es radicalmente contrario a ver la mano española en el Far West, al menos tal y como está concebido por el cine. «Solo existe en el imaginario popular, gracias a Hollywood, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Estoy hablando del concepto norteamericano del tema, si nos vamos a la época española no hay ni un simple punto de comparación», opina. La popularidad del wéstern y sus códigos sepultaron bajo toneladas de tradiciones y estéticas inventadas cualquier fragancia española de una tierra que apestaba a esta. «Sin ir más lejos, las sillas españolas tienen poco que ver con las que usan los americanos en las películas. Además, la Norteamérica española era de pólvora en tarro de cristal, arcabuz y pistola de mecha y no andaban disparando en duelos al sol. La frontera se la inventaron los norteamericanos: los españoles no sabían lo que era, ni los indios tampoco», sostiene García, quien también advierte que la mayoría de los habitantes de esta región eran mestizos o indios cristianos, rara vez españoles peninsulares. Puro imperio español.