Artículo publicado en Europa Sur el 27 de octubre de 2024.
La pasada semana; puestos a concretar: el viernes día 18; se celebraba en Gibraltar la conmemoración de la batalla de Trafalgar. Lo hacen cada año por estas fechas porque de lo que se trata es de reafirmar una inexistente naturaleza británica, en una población de aluvión, de orígenes diversos y dispares, formada a lo largo de muchos años, en la que lo británico no pasa de ser una anécdota; una circunstancia ajena a cualquier fundamento étnico. Frente al cabo Trafalgar, entre Caños de Meca y Zahora, se libró, el día 21 de octubre de 1805, una de las grandes batallas navales de la historia. La amistad entre el emperador Napoleón, francés converso, y el rey Carlos IV de España estaba en su mejor momento gracias a las maniobras del todopoderoso Manuel Godoy; un extremeño de Badajoz, noble de familia, que no habría desentonado en la clase política española de nuestros días. Un viejo cementerio casi urbano, en el territorio colonial, se llama Trafalgar no obstante no contar entre sus huéspedes más que con dos participantes en la batalla. Pero tener un camposanto con ese nombre, y así a mano de turistas de crucero, es un buen nutriente para alimentar el morbo del gentío que va de paso. La sociedad gibraltareña, crecida para dar sombra a importantes instalaciones militares, ha sabido rentabilizar su anacrónica y pintoresca situación, rayana a veces en lo histriónico. Eso de recordar la batalla de Trafalgar a través de un cementerio insertado en el entramado diario es, como el contrabando y, dada la trascendencia de su nombre, de lo más llamativo.
En Gibraltar todo es como lo del cementerio de Trafalgar, una farsa con raíces en el legendario espíritu pirata de sus patrones ingleses. Con actores de una comedia que no estaba pensada para sortear situaciones incongruentes e inesperadas, como el Brexit, sino para competir con ventaja. Inglaterra y sus anexionados, Escocia, Gales, Irlanda del Norte y otros asentamientos de menor cuantía, como Gibraltar, sin ir más lejos, funcionan todos a uno cuando les conviene y uno a uno en vez de todos cuando les interesa. El Brexit es un ejemplo de libro de cómo se disfrazan de solidaridad los intereses de la potencia colonial, por encima de los de la colonia; que es lo que debe ser para que no chirríen las denominaciones respectivas: Gibraltar no es sino una base militar habitada por una población civil convertida en una oscura nube protectora de las inconfesables vergüenzas de sus próceres. La salida del Reino Unido de la Unión Europea, señalada a finales del mes de junio de 2016, fue rechazada por el 95,9% de los gibraltareños. Pero, como quiera que la población civil pinta menos que los macacos que pululan por las escarpadas laderas del Peñón, los ciudadanos de la colonia están obligados a dejar de ser políticamente europeos por efecto de unas decisiones tomadas con niebla y en gris, a miles de kilómetros del territorio y con motivaciones que nada tienen que ver con las propias.
No vayan a entender los lectores, ni de lejos, que es eso de dejar de ser europeos lo que preocupa a la república de bufetes, coronada por mor de su situación de dependencia, que es Gibraltar. Nada de eso, la preocupación radica en que su apeamiento político del continente al que pertenece geográficamente, supone la terminación de sus abusos y de los beneficios de un estatus con orígenes en una serie de depredaciones fraudulentas, enriquecidas por las debilidades y miserias de la condición humana. Hay unos cuantos ejemplos históricos de que la siempre pomposamente aludida democracia no es lo propio del territorio colonial; lo que, por otra parte, no sólo es congruente con su carácter militar, por encima de cualquier otra consideración, sino contradictorio con el declarado “respeto” a los deseos de la población gibraltareña que, cada dos por tres, airean los políticos y diplomáticos británicos.
Hay una vieja historia apenas contada a pesar de su importancia y trascendencia, y por ello muy poco conocida en esta Corea del Norte, que es el nombre que dan a España los próceres del Convento. No así en Gibraltar, en donde se cuenta, a modo más anecdótico que otra cosa, como acontecimiento histórico de menor cuantía; se conmemora de vez en cuando y a la conmemoración acuden los pocos supervivientes que quedan de aquel periodo trágico que se extiende entre 1939 y 1945, cuando Gibraltar fue, una vez más, objeto de principal atención encuadrado en el conflicto. Tiempo atrás, cuando la agresividad napoleónica de los años 1802 a 1815, comparable en términos bélicos, y en alguno más, a la de la Alemania nazi de aquellos otros, despertó el interés militar de Gibraltar para los británicos, en tanto en cuanto su situación estratégica se asumía como fundamental. Bien que hoy en día se trata de evitar cualquier alusión al carácter colonial del territorio e incluso se le alude en ocasiones como si se tratara de un Estado, en 1830 el Gobierno del Reino Unido, tomó la decisión de llamarlo en lo sucesivo y para entenderse acerca del particular: British Crown Colony of Gibraltar, o sea, Colonia de la Corona Británica de Gibraltar.
Conviene señalar que el Reino Unido fue el único Estado que intervino a lo largo de todo el período bélico, seguramente porque algunas de sus más destacadas figuras políticas comprendieron desde antes del principio de las hostilidades, que Gran Bretaña era uno de los grandes objetivos de Hitler y sus secuaces. La sagacidad inglesa, personalizada en Winston Churchill, tras el espectacular error cometido por su predecesor como primer ministro, Neville Chamberlain; permitió percatarse desde antes de empezar a notarse lo que estaba por llegar, de que no se trataba de una guerra continental de más allá del Canal de la Mancha sino que además de quebrantar los valores del sistema, les concernía por completo. Ello supondría más tarde, la participación de Estados Unidos de América y de otros Estados afines a la angloesfera, lo que sería fatal para la más grande maquinaria militar de su época, la de la Alemania nazi. Nunca como entonces y desde la amenaza de Napoleón y de sus aliados españoles, se valoró más y mejor la importancia estratégica del Peñón, así que la gente que habitaba en sus laderas, no suponía sino un estorbo para las operaciones militares. La insólita decisión de evacuar a todo ciudadano que no fuera útil a la defensa, parece de ficción pero fue una cruda realidad sobre una población de unos 22.000 habitantes.
Cuando la gran tragedia europea de los últimos años treinta del pasado siglo, que dejó sin vida (se estima) a setenta y cinco millones de personas; una inmensa cantidad de ellas, jóvenes de todas las hechuras, edades y sexos; y siguió a la española, la evacuación forzosa de la población gibraltareña se llevó a cabo por razones estrictamente militares. Se trataba de convertir el Peñón en un fortín de vigilancia, defensa y ataque en el que no molestaran los civiles ajenos a la actividad planeada. Los túneles serían de gran ayuda: toda su inmensa y bien pensada estructura edificada sobre un recorrido de unos 52 km, fue completada a toda velocidad sobre la mucho más modesta preexistente, del siglo XVIII, concebida como elemento defensivo frente al llamado Gran Asedio o Sitio de Gibraltar, que tuvo lugar en el marco de la guerra declarada por España, con Francia como aliada, a Gran Bretaña. La población residente en el Peñón estaba constituida según el censo de 1777 publicado por Isidro Sepúlveda (Gibraltar: la razón y la fuerza) por 3.201 personas: 519 británicos: protestantes, ligados a la guarnición, 1.819 católicos: españoles, genoveses, portugueses y otros, y 863 judíos. Nada más comenzar en 1939 la Segunda Guerra mundial, los evacuados lo fueron al Marruecos francés y cuando se produjo la capitulación francesa, trasladados y repartidos entre Inglaterra, sobre todo Londres, Jamaica y Madeira. El exilio obligado se alargó por espacio de más de una década, de 1940 hasta completar la repatriación en 1951. Siendo yo presidente de Forum2000, el club de debate madrileño, invité a una delegación presidida por Joe Bossano a participar en un encuentro sobre la colonia. Me habló con amargura de aquel período que él mismo vivió y me sorprendió el énfasis que puso en su reproche al Gobierno británico. El actual vicepremier gibraltareño, Joseph García; estudioso de aquel desagradable episodio en el que se puso de manifiesto, además de la escasa importancia que tiene la población civil de Gibraltar para el Reino Unido, la incapacidad de aquella para decidir sobre su propio destino; respondió, en señalada ocasión conmemorativa del peculiar evento, que “los hombres que permanecieron en Gibraltar se dieron cuenta del poco poder político que ejercían”.