Manifiesto hispanista por la unidad del idioma español

Manifiesto hispanista por la unidad del idioma español

Al principio era el Verbo y el verbo floreció en los cuatro rincones del globo terráqueo… El verbo se hizo carne y música, humanidades y ciencia, arte y libros… El verbo se hizo un solo pueblo, el mismo que encuentra en cada vocablo, en cada giro, en las charadas, aún en los versos del muchacho que promete llevar despacito a su novia a Puerto Rico, reminiscencias del Mío Cid que, más allá de las orillas del Arlanzón, se hizo a la mar hasta implantar su laúd y su estandarte en Lima y Monterrey, en Manila y Malabo, en Chiloé y Charcas, en Veraguas y Baracoa, en Acapulco y Quito, en El Cibao y Maracaibo, o en Albacete y Tucumán, aquí, allá y acullá, porque nuestra lengua, «americana de origen español», como lo predica Leáñez, es la patria común de más quinientos millones de seres, en cuya cuna se balbuceó la primera palabra que estrenó sus labios tiernos, en la que ya resonaba el verbo castellano y encendido –valga la redundancia– del inca Garcilaso de la Vega.

En estas últimas décadas, como un caballo desbocado por los llanos de Juan Rulfo; como un hidalgo caballero, lanza en ristre, embistiendo al gigante Briareo que Cervantes adivinó en los molinos de viento; cual torbellino de mariposas amarillas de García Márquez; en ese vértigo de la quema que Miguel Ángel Asturias reclama haberle puesto a la luna un color de hormiga vieja, nuestra lengua ha ido construyendo su bohío en el ciberespacio, esa plaza de mercado que se ensancha y ensancha ante la complacencia de Dios, que ya ha perdonado al hombre tras el episodio de Babel y que halla en nuestras palabras, en nuestros salmos, en nuestros versos, barrocos y mágicos, el nuevo devenir de una humanidad imbuida por la razón y la fe, sin perder nunca las ganas de vivir… Pletórica de acentos, de chistes, de cuentos de aparecidos y de enjundiosos tratados científicos, así se conforma esta nueva hispanidad: una hispanosfera que «distingue sin separar, para unir sin confundir», como dice Paloma Hernández. Así, la red cibernética de cada día es un manantial de las nuevas Españas, por donde brota cultura, saber, intercambio de pueblos que tañen guitarras y quenas, entre maracas y marimbas, que anda de farra, fandangos, reguetones y bulerías, como un bongó que remonta el Arauca para desembocar en la mar océano por donde un día llegaron los libros, los memes, los discursos, los sermones, el derecho romano, las tablas de la Ley… Y, con esas carabelas, ¡el mundo se descubrió a sí mismo!

Desde este mismo ciberespacio, unidos por teleconferencias y llamadas por WhatsApp, es el español nuestro acervo más preciado, un español con todos sus dialectos: desde el ladino de Salónica, el jaquetía del Magreb y el chabacano de Zamboanga, desde la jerga del estibador de Valparaíso hasta el mulato que camina por malecón de La Habana o el que canta rancheras en una barca del lago de Xochimilco, o de la que a pregona sus mercancías en las calles de Tegucigalpa, el Bronx, Montevideo o San Salvador. Hoy, en su día, preservarlo, cultivarlo, defenderlo y amarlo es preservarnos, cultivarnos, defendernos y querernos a nosotros mismos: ese 7,5% de la humanidad que entiende que este idioma de estirpe castellana es la piedra fundacional de setecientas ciudades que, desde el siglo XVI, entrañablemente en América llamamos terruños y que forman parte de nuestra gran, inmensa y sublime nación transcontinental… En definitiva, nuestra lengua española es identidad y pertenencia, es historia y futuro; eres tú y sos vos; sois vosotros y son ustedes; soy yo, es uno mismo y uno en el todo, juntos desde el corazón… ¡Amén!

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Al principio era el Verbo y el verbo floreció en los cuatro rincones del globo terráqueo… El verbo se hizo carne y música, humanidades y ciencia, arte y libros… El verbo se hizo un solo pueblo, el mismo que encuentra en cada vocablo, en cada giro, en las charadas, aún en los versos del muchacho que promete llevar despacito a su novia a Puerto Rico, reminiscencias del Mío Cid que, más allá de las orillas del Arlanzón, se hizo a la mar hasta implantar su laúd y su estandarte en Lima y Monterrey, en Manila y Malabo, en Chiloé y Charcas, en Veraguas y Baracoa, en Acapulco y Quito, en El Cibao y Maracaibo, o en Albacete y Tucumán, aquí, allá y acullá, porque nuestra lengua, «americana de origen español», como lo predica Leáñez, es la patria común de más quinientos millones de seres, en cuya cuna se balbuceó la primera palabra que estrenó sus labios tiernos, en la que ya resonaba el verbo castellano y encendido –valga la redundancia– del inca Garcilaso de la Vega.

En estas últimas décadas, como un caballo desbocado por los llanos de Juan Rulfo; como un hidalgo caballero, lanza en ristre, embistiendo al gigante Briareo que Cervantes adivinó en los molinos de viento; cual torbellino de mariposas amarillas de García Márquez; en ese vértigo de la quema que Miguel Ángel Asturias reclama haberle puesto a la luna un color de hormiga vieja, nuestra lengua ha ido construyendo su bohío en el ciberespacio, esa plaza de mercado que se ensancha y ensancha ante la complacencia de Dios, que ya ha perdonado al hombre tras el episodio de Babel y que halla en nuestras palabras, en nuestros salmos, en nuestros versos, barrocos y mágicos, el nuevo devenir de una humanidad imbuida por la razón y la fe, sin perder nunca las ganas de vivir… Pletórica de acentos, de chistes, de cuentos de aparecidos y de enjundiosos tratados científicos, así se conforma esta nueva hispanidad: una hispanosfera que «distingue sin separar, para unir sin confundir», como dice Paloma Hernández. Así, la red cibernética de cada día es un manantial de las nuevas Españas, por donde brota cultura, saber, intercambio de pueblos que tañen guitarras y quenas, entre maracas y marimbas, que anda de farra, fandangos, reguetones y bulerías, como un bongó que remonta el Arauca para desembocar en la mar océano por donde un día llegaron los libros, los memes, los discursos, los sermones, el derecho romano, las tablas de la Ley… Y, con esas carabelas, ¡el mundo se descubrió a sí mismo!

Desde este mismo ciberespacio, unidos por teleconferencias y llamadas por WhatsApp, es el español nuestro acervo más preciado, un español con todos sus dialectos: desde el ladino de Salónica, el jaquetía del Magreb y el chabacano de Zamboanga, desde la jerga del estibador de Valparaíso hasta el mulato que camina por malecón de La Habana o el que canta rancheras en una barca del lago de Xochimilco, o de la que a pregona sus mercancías en las calles de Tegucigalpa, el Bronx, Montevideo o San Salvador. Hoy, en su día, preservarlo, cultivarlo, defenderlo y amarlo es preservarnos, cultivarnos, defendernos y querernos a nosotros mismos: ese 7,5% de la humanidad que entiende que este idioma de estirpe castellana es la piedra fundacional de setecientas ciudades que, desde el siglo XVI, entrañablemente en América llamamos terruños y que forman parte de nuestra gran, inmensa y sublime nación transcontinental… En definitiva, nuestra lengua española es identidad y pertenencia, es historia y futuro; eres tú y sos vos; sois vosotros y son ustedes; soy yo, es uno mismo y uno en el todo, juntos desde el corazón… ¡Amén!

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